domingo, 16 de junio de 2013

Misiva para dar un desenlace


Escarbando en mis archivos históricos imaginarios encontré ésta carta muy bien guardada para mis adentros. Hoy la hago pública, transcribiendo para todos aquellos que gusten de leerla, sobretodo porque existen historias inconclusas a las cuales deben de darse si quiera un "esbozo" del desenlace al que están necesariamente destinadas.


Santander, verano de 1985.

Viajando a través de sus sueños, Ana sólo esperaba una cosa, continuar viviendo. 
Le quedaban mundos, personas y misterios por descubrir. Nadie se tomó la molestia por escuchar su voz de protesta o tan siquiera de hacer suyo el lamento que la aquejaba.
Recuerdo que me decía: "nos tenemos la una a la otra y eso es lo que importa". Ahora lo veo todo como una película muy lejana.
La pobre estaba tan sola en el universo que se contentaba con buscar su felicidad a través de sus amistades. En el fondo, estoy segura que le gustaba la independencia y sin embargo, cuando había la oportunidad de entablar una conversación acerca de su familia, algunas lagrimillas le caían por el rostro.

Ana, debo aceptarlo, se convirtió así, en mi pilar de vida, en mi propósito para conciliar el sueño, el motivo para despertar cada mañana. En la mejor amiga que había tenido jamás.

Su familia, muy parecida a una réplica de los Borgia sólo se limitó a heredarle su ostentosa fortuna y ella hubiese dado todo ello por tener un ápice de amor y cariño.

Mi ayuda en todo este tiempo sólo se ha limitado a ser el soporte emocional que ella ha necesitado, aun cuando se ha comportado conmigo de manera hipócrita y hasta traicionera.

Hoy no le rindo tributo, sólo hago alusión al hecho de su existencia. Lo que he compartido con ella, nadie me lo borrará de la memoria y del corazón.

Atte.,
T.G.